No hay cima que no haya sido construida con escombros. El poder, esa arquitectura invisible de la distancia, vive de estar por encima, de mirar desde lo alto, de nombrar sin ser nombrado. Pero ¿qué hay en lo alto sino vértigo? ¿Qué sostiene al trono sino la voluntad de los que agachan la cabeza? Toda pirámide empieza por un asentimiento, y todo Estado por una renuncia al propio aliento.
¿Y si ya no hubiera alturas? ¿Y si rasáramos la arquitectura del mando con el mismo fervor con el que el mar borra las huellas en la orilla? No hablo aquí de sustituir un poder por otro, sino de abolir el principio mismo de la cima. La verdadera revolución no es un cambio de bandera, sino la desaparición de las banderas. No es tomar el Palacio, es vaciarlo de sentido. Porque mientras exista un arriba, habrá un abajo. Y toda cima necesita cadáveres que la sustenten.
El poder, como el lenguaje oficial, no nombra el mundo: lo regula. Lo constriñe. Le pone muros, aduanas, tarifas, permisos, y le llama orden. Pero el orden es solo el nombre que da el miedo a lo que no puede controlar. Los códigos, las leyes, los sellos de autenticidad, las regulaciones, no son pactos: son cercas. Son intentos fallidos de atrapar lo vivo. Pero la vida siempre desborda. Siempre encuentra un resquicio, una grieta, un borde por donde escapar.
Una sociedad sin Estado no es una utopía, es un regreso. Porque antes del poder estaba la tribu. Antes del Estado, el fuego compartido. Antes de la ley, el gesto. El consenso no era una firma, sino una danza. Lo humano no surgió con los códigos civiles, sino con el cuidado mutuo. Y allí donde no hay poder central, puede haber constelación. Una red sin centro, un rizoma sin eje, una conversación infinita entre iguales.
Quieren convencernos de que sin estructuras nos espera el caos. Pero ¿qué mayor caos que el que imponen los que mandan? ¿Qué mayor violencia que la legalizada? El poder se reviste de necesidad: se disfraza de protección, de justicia, de bien común. Pero en su raíz está el miedo. Miedo al otro, miedo a la libertad, miedo a la espontaneidad del mundo. Y donde hay miedo, hay jaulas.
Abolir el poder no es una destrucción, es una invocación. Es llamar a otras formas de estar juntos. No desde la obediencia, sino desde la escucha. No desde la vigilancia, sino desde el cuidado. Es dar un paso atrás y recordar que nadie nació para mandar, que toda autoridad es una ficción sostenida por el habla. Y si el lenguaje puede crear el universo —como una vez supo un querido amigo mio que hablaba con la lluvia—, entonces también puede deshacerlo. Decir “no mando, no obedezco”, es una oración. Un conjuro. Un nuevo génesis.
Porque no hay lenguaje inocente. Cada palabra o bien refuerza el poder o lo socava. Por eso hay que hablar desde abajo, desde el barro, desde el hueco de la piedra que nunca tuvo dueño. El lenguaje sin Estado es también un lenguaje sin jerarquía: no hay verbo que pese más que otro. Todo lo dicho nace en el cuerpo y retorna a él como temblor. Y si no hay dueño de la voz, no puede haber dueño del mundo.
La abolición del poder no será televisada. No llevará pancartas ni comunicados. Será un murmullo que se propaga como incendio entre arbustos. Un susurro en lenguas olvidadas. Una mirada entre dos desconocidos que comparten el pan sin pedir documentos. Será una risa a destiempo en medio del protocolo. Será un niño que pregunta por qué hay que hacer fila. Será un perro que atraviesa la frontera sin pasaporte. Será la grieta que crece, el gesto que no se puede traducir, la palabra que aún no existe.
No se trata de destruir el edificio: basta con salir de él. No de luchar por el poder: sino de tornarlo irrelevante. Que mandar ya no tenga sentido. Que nadie quiera ser jefe porque todos saben cuidarse. Que los documentos ardan no por rabia, sino porque ya no hacen falta. Que la autoridad se desvanezca como el humo de una hoguera tras la última canción.
El mundo que vendrá no será gobernado. Será narrado, tejido, cultivado. Y el verbo dejará de ser orden para volver a ser abrazo. Porque cuando el lenguaje deja de imponer, comienza a invitar. Y donde antes había Estado, ahora habrá vínculo. Donde antes había frontera, ahora habrá nombre. Donde antes había silencio, ahora habrá canto.
Todo poder es ficción sostenida por el habla. Pero también lo es la libertad.